Todas las
camas, las mesas de comer, las mesas de leer, los techos húmedos, las paredes,
los pisos fríos; todo el mundo dentro, y el jardín helado. Todos los árboles
del jardín. Todas las puertas cerradas en los pasillos largos, la ventana opaca
que encandila desde el final del pasillo, todas las camas, los cerámicos entre
las camas, las cortinas. Todas las jeringas, y los gritos sordos. Todos los
azulejos de todos los baños, sus mesadas. Hasta las canillas cromadas son
blancas reflejando nuestro hogar.
El sol había bajado, y en la
plaza no hacía tanto calor como unas horas antes, pero a la mamá del chico de
buzo azul le alcanzó con un saquito. Su hijo pedía quedarse en la plaza, jugaba
empapado de arena, construyendo montañas altísimas desde las que se veían todos
los países, castillos de reyes gloriosos, y camiones con acoplados cercados de
madera despintada que dejaban ver los ojos tristes de las vacas en su
insensible camino a la muerte. En realidad los camiones eran de plástico, pero
llevaban las vacas de arena hacia el costado del tobogán, donde un hombre
esperaba ansioso la llegada de la carne fresca. El hombre tenia hambre, y
todavía estaba loco. Las vacas tampoco eran de arena, eran de plástico como los
camiones y como el gusto de la vieja comida del loco.
Todos los
que estamos, los doctores, las enfermeras, todos los que vienen y se van; los
horarios de visita, la familia, y los amigos. Todos los llamados, todos los
teléfonos, ningún llamado, todas las voces y todas las palabras nuestras, y
todas las palabras suyas. Todo lo que dicen, la vida absurda, tan plana y
blanca como el coche que se hace a un costado del tránsito, estaciona en la
puerta y uno lo ve desde lejos y se pregunta si uno espera a alguien. Todos los
que esperan.
Quiero jugar con vos, a lo que
estés jugando – Se acercó el loco al niño, con una sonrisa sincera.
No, porque estoy armando un
castillo de un rey de todo el mundo. Y el rey quiere que se lo construya yo
solo- le costaba pronunciar, sin sacar la vista de la montaña de arena que
tenia enfrente suyo – y sólo yo, porque ya tengo cinco años.
El loco aceptó la respuesta.
Sonaba espectacular, una empresa grandiosa, el castillo del rey de todo el
mundo debía contar con maravillas más hermosas que las del mundo mismo, debía
ser grande para recibir visitas de otros reinos, y principalmente, debía tener
comida para todos ellos. Sentado en un banco que crujía de vejez, el loco
pensó.
Todo viste
un blanco continuo, como una sábana como las sabanas blancas. Todo blanco, las
cosas, las palabras, hoy, que me pregunté si esperaba a alguien y desde la
ventana los vi bajar del coche. El informe también es blanco, y dice que podré
salir dentro de muy poco tiempo. Todo el tiempo, todos los relojes, ningún
reloj en este lugar. Todos los que no piensan cuánto tiempo que llevamos acá, también
están blancos de encierro, vestidos de blanco; todas nuestras miradas son
blancas. Las visitas, los doctores, el informe, todos dicen que podré salir
dentro de muy poco tiempo.
Se sentó del otro lado del
tobogán de la plaza a construir sin palas ni baldes el matadero de vacas que
veía desde la ventana de su cuarto en su niñez. Sólo veía los camiones
llegando, y un grupo de hombres vestidos de blanco que montaban desde el camión
una vía para que las vacas bajaran controladas hacia la puerta, y se moría de
miedo y de intriga, de locura, imaginando todo lo que pasaba bajo el techo
curvo de chapa que se veía desde su cuarto. El niño no tardó en alarmarse con
la competencia, y se acerco al loco mirando sin disimular el trabajo que estaba
haciendo, a preguntarle para qué rey era su castillo. “No, no, los castillos
son una mierda. Yo estoy construyendo un matadero de vacas”. La cara del niño
se transformó, indicando con miedo que no sabía de qué se trataba, pero el loco
se anticipó y tomó las vacas de juguete, los camiones de colores, y trasladó
las vacas desde el castillo hasta el matadero mientras contaba gesticulando
excesivamente paso a paso: “las vacas se bajan del camión y las matan a golpes
para hacer la comida que come el rey que vive en el castillo. Por eso el
castillo es una mierda. Porque el rey del mundo no tiene comida si no me da las
vacas para que en el matadero se haga la comida”. La explicación dejó
nuevamente desorientado al niño, que sin comprender nada, pero con celos y
admiración profunda por la construcción del cruel matadero, volvió a empeñarse
en su castillo, alardeando en cantos sobre los lugares en donde el rey tendría
sus majestuosos salones de baile y mesas largas para servir a los invitados.
“¡Para servir a los invitados, el rey va a necesitar mucha comida!” gritó el
loco desde el otro lado del tobogán, esperando la respuesta que recibió unos
segundos después.
La puerta
desde afuera, el edificio entero, el coche estacionado, los abrazos, los
llantos, la vida y el camino a casa. La ventana del auto cede y se abre con muy
poco esfuerzo. Mi pie en el asfalto, el cordón destruido, la vereda, las
baldosas, el ruido de la llave, el botón del ascensor; sus maravillosas puertas
que se abren, se cierran, se abren, y el calor desde las puertas del hogar. El
ventanal, el trazo de las sombras que traen al balcón el movimiento lento de
las copas de los árboles, mi silla en el balcón, el almohadón sobre mi silla en
el balcón, y mi mesa para apoyar la taza y para poder mirar la ciudad por sobre
la baranda.
“¡Ahora juguemos a que yo hago el
matadero, y vos construís el castillo del rey!” y esta vez, el niño de azul sí
intentó disimular que pretendía quedarse con la mejor parte de la plaza. Pero
los planes del loco eran distintos: pretendía como un niño tener las dos cosas,
por lo que lo indujo a terminar en conjunto el castillo, y pactaron que una vez
terminado, el niño se encargaría de cargar las mejores vacas de las tierras de
su rey a los camiones, y conducirlas al matadero del otro lado del tobogán. El
niño se encargaría inocente, pero con una fascinación intensa, consecuencia de
los relatos de su compañero y de su enorme intriga por lo que pasara allí
adentro, de la locura de matar a las vacas a golpes y sin piedad para
enternecer su carne, una por una, bajando en fila por el estrecho camino que
luego las esconde bajo el techo de chapa, y todo para que su rey pudiera llenar
las mesas de manjares y disfrutar con sus invitados de otros reinos.
De pronto el
parque, muy pronto el mundo. Las figuras que vuelven superpuestas desde el otro
lado de la avenida: la textura irregular de las superficies verdes, las líneas
grises de los senderos, los pequeños puntos de distintos colores transitando la
ciudad en todos los sentidos. Los sentidos, el entorno accidentado de la ciudad
de Buenos Aires, el desorden, el volumen inmenso de los árboles amarillos que
en el otoño temprano intentan una transición fallida entre el verde del parque,
la corteza, y el cielo blanco. Los vendedores, los puestos, los diarios, los
viejitos leyendo los diarios, los bancos de madera donde se sientan los
viejitos. Los novios que pasean, las flores que lleva ella por sus meses
juntos, el tiempo juntos. Vi todo el parque continuo, la sábana verde, las
flores rojas, y un inquieto niño de azul construyendo un castillo de arena del
otro lado del tobogán.
Cuando el niño se fue de la
plaza, el loco se había apropiado del fabuloso castillo del rey de todo el mundo.
El loco, el castillo enfrente suyo, la arena, y todo el parque saturado de
colores, muy lejos de todos los que
siguen blancos de esperar.
Augusto Arquitecto
Te invitamos a compartir este comuntxt. Es muy sencillo! Simplemente haciendo clic en el icono de tu red social favorita, aquí debajo. De esta manera colaboras para que el material se difunda y más personas publiquen por este medio. Si te interesa participar mandanos un correo a comuntxt@gmail.com . Saludos y muchas gracias. :)
No hay comentarios:
Publicar un comentario