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comúnaño.

sábado, 15 de junio de 2013

El loco y el niño


Todas las camas, las mesas de comer, las mesas de leer, los techos húmedos, las paredes, los pisos fríos; todo el mundo dentro, y el jardín helado. Todos los árboles del jardín. Todas las puertas cerradas en los pasillos largos, la ventana opaca que encandila desde el final del pasillo, todas las camas, los cerámicos entre las camas, las cortinas. Todas las jeringas, y los gritos sordos. Todos los azulejos de todos los baños, sus mesadas. Hasta las canillas cromadas son blancas reflejando nuestro hogar.

El sol había bajado, y en la plaza no hacía tanto calor como unas horas antes, pero a la mamá del chico de buzo azul le alcanzó con un saquito. Su hijo pedía quedarse en la plaza, jugaba empapado de arena, construyendo montañas altísimas desde las que se veían todos los países, castillos de reyes gloriosos, y camiones con acoplados cercados de madera despintada que dejaban ver los ojos tristes de las vacas en su insensible camino a la muerte. En realidad los camiones eran de plástico, pero llevaban las vacas de arena hacia el costado del tobogán, donde un hombre esperaba ansioso la llegada de la carne fresca. El hombre tenia hambre, y todavía estaba loco. Las vacas tampoco eran de arena, eran de plástico como los camiones y como el gusto de la vieja comida del loco.

Todos los que estamos, los doctores, las enfermeras, todos los que vienen y se van; los horarios de visita, la familia, y los amigos. Todos los llamados, todos los teléfonos, ningún llamado, todas las voces y todas las palabras nuestras, y todas las palabras suyas. Todo lo que dicen, la vida absurda, tan plana y blanca como el coche que se hace a un costado del tránsito, estaciona en la puerta y uno lo ve desde lejos y se pregunta si uno espera a alguien. Todos los que esperan.


Quiero jugar con vos, a lo que estés jugando – Se acercó el loco al niño, con una sonrisa sincera.
No, porque estoy armando un castillo de un rey de todo el mundo. Y el rey quiere que se lo construya yo solo- le costaba pronunciar, sin sacar la vista de la montaña de arena que tenia enfrente suyo – y sólo yo, porque ya tengo cinco años.

El loco aceptó la respuesta. Sonaba espectacular, una empresa grandiosa, el castillo del rey de todo el mundo debía contar con maravillas más hermosas que las del mundo mismo, debía ser grande para recibir visitas de otros reinos, y principalmente, debía tener comida para todos ellos. Sentado en un banco que crujía de vejez, el loco pensó.

Todo viste un blanco continuo, como una sábana como las sabanas blancas. Todo blanco, las cosas, las palabras, hoy, que me pregunté si esperaba a alguien y desde la ventana los vi bajar del coche. El informe también es blanco, y dice que podré salir dentro de muy poco tiempo. Todo el tiempo, todos los relojes, ningún reloj en este lugar. Todos los que no piensan cuánto tiempo que llevamos acá, también están blancos de encierro, vestidos de blanco; todas nuestras miradas son blancas. Las visitas, los doctores, el informe, todos dicen que podré salir dentro de muy poco tiempo.

Se sentó del otro lado del tobogán de la plaza a construir sin palas ni baldes el matadero de vacas que veía desde la ventana de su cuarto en su niñez. Sólo veía los camiones llegando, y un grupo de hombres vestidos de blanco que montaban desde el camión una vía para que las vacas bajaran controladas hacia la puerta, y se moría de miedo y de intriga, de locura, imaginando todo lo que pasaba bajo el techo curvo de chapa que se veía desde su cuarto. El niño no tardó en alarmarse con la competencia, y se acerco al loco mirando sin disimular el trabajo que estaba haciendo, a preguntarle para qué rey era su castillo. “No, no, los castillos son una mierda. Yo estoy construyendo un matadero de vacas”. La cara del niño se transformó, indicando con miedo que no sabía de qué se trataba, pero el loco se anticipó y tomó las vacas de juguete, los camiones de colores, y trasladó las vacas desde el castillo hasta el matadero mientras contaba gesticulando excesivamente paso a paso: “las vacas se bajan del camión y las matan a golpes para hacer la comida que come el rey que vive en el castillo. Por eso el castillo es una mierda. Porque el rey del mundo no tiene comida si no me da las vacas para que en el matadero se haga la comida”. La explicación dejó nuevamente desorientado al niño, que sin comprender nada, pero con celos y admiración profunda por la construcción del cruel matadero, volvió a empeñarse en su castillo, alardeando en cantos sobre los lugares en donde el rey tendría sus majestuosos salones de baile y mesas largas para servir a los invitados. “¡Para servir a los invitados, el rey va a necesitar mucha comida!” gritó el loco desde el otro lado del tobogán, esperando la respuesta que recibió unos segundos después. 

La puerta desde afuera, el edificio entero, el coche estacionado, los abrazos, los llantos, la vida y el camino a casa. La ventana del auto cede y se abre con muy poco esfuerzo. Mi pie en el asfalto, el cordón destruido, la vereda, las baldosas, el ruido de la llave, el botón del ascensor; sus maravillosas puertas que se abren, se cierran, se abren, y el calor desde las puertas del hogar. El ventanal, el trazo de las sombras que traen al balcón el movimiento lento de las copas de los árboles, mi silla en el balcón, el almohadón sobre mi silla en el balcón, y mi mesa para apoyar la taza y para poder mirar la ciudad por sobre la baranda.


 “¡Ahora juguemos a que yo hago el matadero, y vos construís el castillo del rey!” y esta vez, el niño de azul sí intentó disimular que pretendía quedarse con la mejor parte de la plaza. Pero los planes del loco eran distintos: pretendía como un niño tener las dos cosas, por lo que lo indujo a terminar en conjunto el castillo, y pactaron que una vez terminado, el niño se encargaría de cargar las mejores vacas de las tierras de su rey a los camiones, y conducirlas al matadero del otro lado del tobogán. El niño se encargaría inocente, pero con una fascinación intensa, consecuencia de los relatos de su compañero y de su enorme intriga por lo que pasara allí adentro, de la locura de matar a las vacas a golpes y sin piedad para enternecer su carne, una por una, bajando en fila por el estrecho camino que luego las esconde bajo el techo de chapa, y todo para que su rey pudiera llenar las mesas de manjares y disfrutar con sus invitados de otros reinos.
De pronto el parque, muy pronto el mundo. Las figuras que vuelven superpuestas desde el otro lado de la avenida: la textura irregular de las superficies verdes, las líneas grises de los senderos, los pequeños puntos de distintos colores transitando la ciudad en todos los sentidos. Los sentidos, el entorno accidentado de la ciudad de Buenos Aires, el desorden, el volumen inmenso de los árboles amarillos que en el otoño temprano intentan una transición fallida entre el verde del parque, la corteza, y el cielo blanco. Los vendedores, los puestos, los diarios, los viejitos leyendo los diarios, los bancos de madera donde se sientan los viejitos. Los novios que pasean, las flores que lleva ella por sus meses juntos, el tiempo juntos. Vi todo el parque continuo, la sábana verde, las flores rojas, y un inquieto niño de azul construyendo un castillo de arena del otro lado del tobogán.


Cuando el niño se fue de la plaza, el loco se había apropiado del fabuloso castillo del rey de todo el mundo. El loco, el castillo enfrente suyo, la arena, y todo el parque saturado de colores, muy lejos de todos los que siguen blancos de esperar.

Augusto Arquitecto

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1. adj. Que, no siendo privativamente de nadie, pertenece o se extiende a varios.

2. adj. Corriente, recibido y admitido de todos o de la mayor parte.

3. adj. Ordinario, vulgar, frecuente y muy sabido.

4. adj. Bajo, de inferior clase y despreciable.