La muerte lo acechaba y lo sabía. Julio padecía varias
enfermedades juntas y su edad no le daba chances para lucharlas. Se encontraba
en su cama antigua, de esas largas y elegantes hechas de roble, cuando despertó
de uno de los tan profundos y frecuentes sueños que últimamente tenía pero que
difícilmente recordaba. Lo primero que hizo fue destaparse porque sentía mucho
calor, luego se sentó en la cama y se quedó así, con una postura que imitaba
una media luna durante varios minutos. Finalmente llegó la tos y con ella la
sangre manchando sus ásperas manos. Julio sabía que aún le quedaba algo de
tiempo, al menos se autoconvencía de ello.
Cuando Carolina entró en la habitación lo encontró
parado frente a su pintura. Julio se encontraba quitándole la manta de encima.
_ Papá, tenés que hacer reposo. – le dijo la joven con
tono severo.
Julio fingió no oírla y destapó por completo el
cuadro. Entonces carolina dio varios pasos firmes hacia él y lo tomó del brazo
derecho. Él se exasperó y gritó:
_ ¡Aún me quedan fuerzas para terminarlo!
La pobre muchacha intentó ocultar sus lágrimas llenas
de tanto sufrimiento, de tantos años de cuidado y medicamentos, de tantas
preocupaciones para con su padre pero las palmas de sus manos estaban húmedas y
Julio se percató de aquello y abrazó a su hija única, quizás, por última vez.
Mientras se encontraban unidos y sólo se sentían los sollozos de carolina en la
vieja y oscura habitación, él le habló despacio al oído.
_ Por favor hijita, ya sos grande y podés cuidarte.
Ambos sabemos que no me queda mucho tiempo en esta pieza. No me obligues a
morir en una cama, dejame irme al otro mundo haciendo lo que siempre amé. – de
pronto una fuerte tos lo invadió y se interrumpió unos segundos pero luego
continuó. - Quiero que esta pintura sea terminada.
La chica supo que no podría frenar la obstinación de
su padre, así que deshizo el abrazo repentinamente y lo miró fijo a los ojos.
_ Pero yo te ayudo. Esa es mi condición. – declaró
entonces y ambos estuvieron de acuerdo.
Pronto el anciano se arremangó su arrugada camisa y
comenzó a pintar. Carolina le alcanzó todos los utensilios y no hizo mucho más.
Así que se quedó sentada, hundida en un silencio amoroso, viendo a su padre
morir un poco más con cada pincelada que ejercía.
Por la mente de Julio, sin embargo, no se hallaba
presente la parca. Su obra de arte estaba casi terminada y él totalmente
entusiasmado. Sus manos se encontraban en el cuadro, pintando, pero su cabeza
en el pasado. Comenzó a recordar el día que el hombre de saco y sombrero marrón
apareció en el pueblo.
_ Hay un árbol especial en este lugar. – le dijo al
joven Julio que se quedó maravillado ante la clase que destilaba el hombre.
Y de repente volvió a su vejez, al cuarto, a la
realidad. Escupió sangre, le dijo a Carolina que no se preocupara y se quedó un
rato pensativo. No podía recordar el rostro del hombre de saco y sombrero. Se
frustró un poco pero al rato volvió a hundirse en el tiempo.
Caminaron por un sendero lleno de maleza y el pobre y
descalzo Julio se pinchó con algunos cardos. Él había decidido seguir al
elegante sujeto y ver con sus propios ojos aquel árbol especial. Adentrados en
el monte, la niebla se hizo densa. Julio apenas podía seguir la silueta negra de
su guía.
Fue recién cuando lo alcanzó que se percató que
llevaba un maletín negro en su mano derecha. El sujeto se quedó inmóvil y sin
hacer ruido. La bruma parecía bailar a su alrededor.
_ ¿Dónde está el árbol? – se atrevió a preguntar el
chico con voz tímida.
Pero el hombre ni se inmutó. Sin embargo, se agachó y
comenzó a abrir su maletín con sumo cuidado. Al hacerlo, Julio pudo ver que
dentro sólo había una flauta. Los delgados dedos del señor la sujetaron y
entonces comenzó la magia. Una melodía que no parecía tener principio ni fin,
que se escuchaba de manera atemporal empezó a sonar en todo el paisaje. A Julio
le temblaban las piernas pero le agradaba la música, y eso que hasta ese día
nunca había escuchado una flauta.
No pudo recordar si al cerrar los ojos pasó un segundo
o una eternidad, pero al abrirlos, la niebla se había disipado. El hombre de
sombrero y saco seguía tocando pero arriba de su cabeza, flotando a unos metros
de distancia, había un árbol. Era uno de esos que se ven en cualquier lado, la
cuestión es que levitaba y sus raíces estaban al descubierto, confundiéndose
con sus ramas desnudas, pues era otoño. El sonido que emanaba de la flauta
llenaba de alegría y tristeza el humilde corazón de Julio, pero el majestuoso
árbol volador lo hacía de poesía y ganas de pintar. Los brazos de madera de
aquel ser viviente comenzaron a extenderse y a formar diversas y acrobáticas
líneas en el aire.
Luego el silencio. La melodía demostró tener fin
(aunque relativo) y Julio despertó varias horas después. A su lado estaba el hombre
cuya cara le era imposible recordar. Confesó que se iba a marchar pronto. Fue
ahí cuando le habló por segunda vez desde que se conocían y lo hizo para
regalarle la flauta.
_ El árbol seguirá flotando sólo si alguien toca este
instrumento.
_ ¿Y por qué tiene que flotar? – preguntó el chico sin
comprender.
_ ¿Y por qué tenés que respirar? ¿Por qué amar u
odiar? ¿Por qué el universo? ¿Por qué los gatos son habilidosos y los perros
fieles? ¿Por qué no recordás mi cara? ¿Por qué llega la inspiración? ¿Por qué
el café es café? ¿Por qué los poetas?
Quizás todo tenga un por qué, pero es el por qué que
nosotros le damos, no el que otorga el universo, el destino o lo que sea este
vació oscuro.
_ Yo no sé tocar eso. – respondió Julio mareado ante
tanta responsabilidad y confusión de preguntas.
_ Está hecha con la madera de ese árbol, sentirás la
conexión con sólo soplar. Yo no puedo tocar por siempre.
_ Bueno, todo no se puede. – Julio trató de
consolarlo.
_ Sí se puede, el mero hecho de intentarlo ya es todo.
El manto blanco natural volvió a mostrarse y el chico
contempló cómo el sujeto se perdía de su vista para siempre. Sostuvo firmemente
la flauta pero decidió tomarse unos días para que la música volviera a sonar.
Dedicó muchos años a la rutina del árbol flotante y,
tal como le habían dicho, la melodía sonaba perfectamente.
El fuerte catarro lo trajo nuevamente a la habitación.
La pintura estaba prácticamente terminada, el hombre de saco y sombrero yacía
majestuoso tocando la flauta y el árbol sobre su cabeza se erguía. Miró a
Carolina con tristeza y le dijo:
_ Está terminado.
_ Pero pá, ese hombre no tiene cara. – respondió la
chica atónita.
Lo último de Julio que quedó en su recuerdo fue ese
desplomarse repentino que la llenó de pánico pero que, al acercarse y sentir
que el corazón de su papá ya no ejercía, sus lágrimas cayeron sobre la sonrisa
más resplandeciente que jamás vio. La mueca feliz de un hombre que había
comenzado a nacer en su recuerdo.
Luego del funeral, Carolina volvió a la habitación
donde todo aquello había sucedido y contempló la obra de arte varios minutos.
Sus pupilas brillaban de asombro y sus carcajadas de alegría retumbaban al ver
la vívida imagen de su padre tocando la flauta y haciendo levitar el árbol por
siempre, con aquella misma sonrisa cómplice con que murió.
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