jueves, 6 de junio de 2013

El hombre de saco y sombrero.


La muerte lo acechaba y lo sabía. Julio padecía varias enfermedades juntas y su edad no le daba chances para lucharlas. Se encontraba en su cama antigua, de esas largas y elegantes hechas de roble, cuando despertó de uno de los tan profundos y frecuentes sueños que últimamente tenía pero que difícilmente recordaba. Lo primero que hizo fue destaparse porque sentía mucho calor, luego se sentó en la cama y se quedó así, con una postura que imitaba una media luna durante varios minutos. Finalmente llegó la tos y con ella la sangre manchando sus ásperas manos. Julio sabía que aún le quedaba algo de tiempo, al menos se autoconvencía de ello.
Cuando Carolina entró en la habitación lo encontró parado frente a su pintura. Julio se encontraba quitándole la manta de encima.
_ Papá, tenés que hacer reposo. – le dijo la joven con tono severo.
Julio fingió no oírla y destapó por completo el cuadro. Entonces carolina dio varios pasos firmes hacia él y lo tomó del brazo derecho. Él se exasperó y gritó:
_ ¡Aún me quedan fuerzas para terminarlo!
La pobre muchacha intentó ocultar sus lágrimas llenas de tanto sufrimiento, de tantos años de cuidado y medicamentos, de tantas preocupaciones para con su padre pero las palmas de sus manos estaban húmedas y Julio se percató de aquello y abrazó a su hija única, quizás, por última vez. Mientras se encontraban unidos y sólo se sentían los sollozos de carolina en la vieja y oscura habitación, él le habló despacio al oído.
_ Por favor hijita, ya sos grande y podés cuidarte. Ambos sabemos que no me queda mucho tiempo en esta pieza. No me obligues a morir en una cama, dejame irme al otro mundo haciendo lo que siempre amé. – de pronto una fuerte tos lo invadió y se interrumpió unos segundos pero luego continuó. - Quiero que esta pintura sea terminada.
La chica supo que no podría frenar la obstinación de su padre, así que deshizo el abrazo repentinamente y lo miró fijo a los ojos.
_ Pero yo te ayudo. Esa es mi condición. – declaró entonces y ambos estuvieron de acuerdo.
Pronto el anciano se arremangó su arrugada camisa y comenzó a pintar. Carolina le alcanzó todos los utensilios y no hizo mucho más. Así que se quedó sentada, hundida en un silencio amoroso, viendo a su padre morir un poco más con cada pincelada que ejercía.
Por la mente de Julio, sin embargo, no se hallaba presente la parca. Su obra de arte estaba casi terminada y él totalmente entusiasmado. Sus manos se encontraban en el cuadro, pintando, pero su cabeza en el pasado. Comenzó a recordar el día que el hombre de saco y sombrero marrón apareció en el pueblo.
_ Hay un árbol especial en este lugar. – le dijo al joven Julio que se quedó maravillado ante la clase que destilaba el hombre.
Y de repente volvió a su vejez, al cuarto, a la realidad. Escupió sangre, le dijo a Carolina que no se preocupara y se quedó un rato pensativo. No podía recordar el rostro del hombre de saco y sombrero. Se frustró un poco pero al rato volvió a hundirse en el tiempo.

Caminaron por un sendero lleno de maleza y el pobre y descalzo Julio se pinchó con algunos cardos. Él había decidido seguir al elegante sujeto y ver con sus propios ojos aquel árbol especial. Adentrados en el monte, la niebla se hizo densa. Julio apenas podía seguir la silueta negra de su guía.
Fue recién cuando lo alcanzó que se percató que llevaba un maletín negro en su mano derecha. El sujeto se quedó inmóvil y sin hacer ruido. La bruma parecía bailar a su alrededor.
_ ¿Dónde está el árbol? – se atrevió a preguntar el chico con voz tímida.
Pero el hombre ni se inmutó. Sin embargo, se agachó y comenzó a abrir su maletín con sumo cuidado. Al hacerlo, Julio pudo ver que dentro sólo había una flauta. Los delgados dedos del señor la sujetaron y entonces comenzó la magia. Una melodía que no parecía tener principio ni fin, que se escuchaba de manera atemporal empezó a sonar en todo el paisaje. A Julio le temblaban las piernas pero le agradaba la música, y eso que hasta ese día nunca había escuchado una flauta.
No pudo recordar si al cerrar los ojos pasó un segundo o una eternidad, pero al abrirlos, la niebla se había disipado. El hombre de sombrero y saco seguía tocando pero arriba de su cabeza, flotando a unos metros de distancia, había un árbol. Era uno de esos que se ven en cualquier lado, la cuestión es que levitaba y sus raíces estaban al descubierto, confundiéndose con sus ramas desnudas, pues era otoño. El sonido que emanaba de la flauta llenaba de alegría y tristeza el humilde corazón de Julio, pero el majestuoso árbol volador lo hacía de poesía y ganas de pintar. Los brazos de madera de aquel ser viviente comenzaron a extenderse y a formar diversas y acrobáticas líneas en el aire.
Luego el silencio. La melodía demostró tener fin (aunque relativo) y Julio despertó varias horas después. A su lado estaba el hombre cuya cara le era imposible recordar. Confesó que se iba a marchar pronto. Fue ahí cuando le habló por segunda vez desde que se conocían y lo hizo para regalarle la flauta.
_ El árbol seguirá flotando sólo si alguien toca este instrumento.
_ ¿Y por qué tiene que flotar? – preguntó el chico sin comprender.
_ ¿Y por qué tenés que respirar? ¿Por qué amar u odiar? ¿Por qué el universo? ¿Por qué los gatos son habilidosos y los perros fieles? ¿Por qué no recordás mi cara? ¿Por qué llega la inspiración? ¿Por qué el café es café? ¿Por qué los poetas?
Quizás todo tenga un por qué, pero es el por qué que nosotros le damos, no el que otorga el universo, el destino o lo que sea este vació oscuro.
_ Yo no sé tocar eso. – respondió Julio mareado ante tanta responsabilidad y confusión de preguntas.
_ Está hecha con la madera de ese árbol, sentirás la conexión con sólo soplar. Yo no puedo tocar por siempre.
_ Bueno, todo no se puede. – Julio trató de consolarlo.
_ Sí se puede, el mero hecho de intentarlo ya es todo.
El manto blanco natural volvió a mostrarse y el chico contempló cómo el sujeto se perdía de su vista para siempre. Sostuvo firmemente la flauta pero decidió tomarse unos días para que la música volviera a sonar.
Dedicó muchos años a la rutina del árbol flotante y, tal como le habían dicho, la melodía sonaba perfectamente.
El fuerte catarro lo trajo nuevamente a la habitación. La pintura estaba prácticamente terminada, el hombre de saco y sombrero yacía majestuoso tocando la flauta y el árbol sobre su cabeza se erguía. Miró a Carolina con tristeza y le dijo:
_ Está terminado.
_ Pero pá, ese hombre no tiene cara. – respondió la chica atónita.
Lo último de Julio que quedó en su recuerdo fue ese desplomarse repentino que la llenó de pánico pero que, al acercarse y sentir que el corazón de su papá ya no ejercía, sus lágrimas cayeron sobre la sonrisa más resplandeciente que jamás vio. La mueca feliz de un hombre que había comenzado a nacer en su recuerdo.
Luego del funeral, Carolina volvió a la habitación donde todo aquello había sucedido y contempló la obra de arte varios minutos. Sus pupilas brillaban de asombro y sus carcajadas de alegría retumbaban al ver la vívida imagen de su padre tocando la flauta y haciendo levitar el árbol por siempre, con aquella misma sonrisa cómplice con que murió.

Andres Guaranelli 
Ilustración: Francisco Aprile. 

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