Si yo tuviera un planeta, como esas ciudades que
tenía Calvino o munditos como los de los cronopios o los famas de Cortazar, sería
habitado por niños adultos. Gente muy simpática y sensible que se vestiría bien
con lo que más le gusta.
Ellos tendrían garantizadas dos horas por día
para jugar, dos para hacer música, dos para pintar y otras dos para actuar.
Pero si un día quisieran hacer solo una de esas actividades o ninguna, podrían.
Siempre tendrían tiempo para besar pero sólo si
es con amor.
Habría mucha libertad de horarios, de ganas, de
expresión, de sueño. Y no existiría la violencia a menos que fuera en un acto
de cariño.
Se tomaría mate amargo para bajar el exceso de azúcar
y se viajaría mucho para aprender a extrañar y a valorar las distancias.
El saludo sería siempre con abrazos y la
sinceridad sería la norma. El cuidado al otro constituiría la base de su
existencia y la tristeza sería siempre vista como la posibilidad de acercarse y
comprender al triste. Lo compartido siempre estaría bien visto y lo perverso
nunca sería real.
Cada cambio generaría un desafío interesante y el
entusiasmo se volvería un virus muy contagioso.
Mi mundo crecería a la par de cada uno de sus
habitantes, atravesaría crisis y momentos de plenitud varias veces en su vida.
Aprender sería el objetivo último para todos y
las puestas de sol un momento de recreo impuesto por nadie.
Allá es dónde hay caricias y comida para el que
necesite y nadie quiere tener más.
Donde saben que yo los creo pero también que
ellos me crean a mí. Entonces nos tratamos por igual y nos encanta.
Siempre nos reímos mucho de nuestras cursilerías
y programamos torneos de humor ácido para no hartarnos de nosotros mismos.
Nosotros no nos casamos ni tenemos familias
porque la unidad económica básica la constituimos entre todos. Tampoco existen
los contratos porque allá el que promete cumple por inercia.
Cuando llega la muerte, nuestros funerales son
fiestas largas en las que primero lloramos la ausencia y después festejamos el
viaje a lo desconocido del valiente que se fue. Dibujamos su vida en una
historieta, la escribimos en una novela o la filmamos en una película para el
archivo permanente nostálgico que guardamos en nuestra biblioteca pública.
Nosotros también convivimos con fantasmas y otros
seres fantásticos que nos ayudan en los viajes y nos enseñan a percibir
distinto.
Cuando aparece una duda la detectamos con un
aparatito y nos ayudamos a resolverla en el momento.
Acá la música es de nuestro mundo, las palabras
renacen en cada otoño y la belleza es invisible pero igual de perceptible que
en cualquier lado.
Hay cinco días de invierno en los que nieva y se
toma chocolate frente a las chimeneas que todos tienen por ley; dos meses de
otoño para pisar crocantes hojas secas; cinco de primavera para enamorarse (sin
alergias); y tres meses y veintitrés días de verano para aventurarse en lo que
pinte con becas que regala el estado de las cosas.
Existen muchos lugares hermosos para recorrer con
paisajes específicos que combinan colores de forma deliberada. Algunos, además
de un clima particular, tienen un estado de animo que lo tiñe todo. Las visitas
a esos lugares nunca son guiadas pero siempre los recorridos son elegidos con
inteligencia. Cuando te perdés podés reencontrar el camino lamiendo las hojas
de los árboles y siguiendo el sabor que más te gusta en ese instante.
Acá no hay Hollywood porque no hace falta,
tampoco monumentos. Lo que sí hay son estatuas pero ninguna tiene forma humana.
En nuestra tierra se venera sólo a los personajes literarios, se premia a todos
con sorpresas y nuestra mayor virtud es la imaginación. De hecho, cuando llega
alguien de otro lugar casi siempre es para aprender a volar. Aunque la mayoría
se decepciona cuando les explicamos que no somos seres literales.
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