Los gritos me
advierten que no debería salir de acá. No llego a ver todo; la ceniza, el
polvo, la destrucción tapa mi visión y, entonces, intento escuchar. La madera
cruje gritando; esporádicamente escucho estruendos de metal sobre ella, o al
menos creo que es metal. Pequeños vidrios siguen cayendo al piso haciéndose
arena. Hay muchas voces, pero la más insoportable es la de ese niño, quisiera
hacerlo callar. ¿Por qué no para de llorar?
Vuelvo a confiar en
mi vista, aunque arde y se nubla con facilidad. No tengo miedo, tampoco quiero
lastimarme, sangrar y, en última instancia, morir. Quisiera callar a ese bebé.
Ya tengo que salir de acá; el calor intenso, la sofocación, ya no me deja respirar
tranquilo. Ese calor sale de las millones de hojas escritas que ahora arden a
451 °F: ¿Cuántas palabras cayeron y caerán en los basureros como el escombro de
hormigón bruto que cayó al suelo después del primer estallido? ¿Caerán con la
misma fuerza?
Los bancos que
apuntaban hacia Libertador ahora son aserrín; el cuero que revestía los
asientos está chamuscado entre medio de los restos carbonizados. No veo
personas, solo veo objetos que existían que ahora no están más; se
transformaron en víctimas de la destrucción. Quiero dejar de escuchar a ese
bebé. ¿Dónde está? ¿Estará solo? No es un momento para preguntarme por el
devenir de los otros. Tengo que salir de acá. Media vuelta y me dirijo a
la puerta de los ascensores. Si no me saturara los pulmones el humo llegaría a
sentir, quizás, el olor a tinta quemada. Quisiera ver cada palabra quemarse y
desaparecer sin que nadie, nunca jamás, pueda leerlas otra vez. Bajo el valor
evaporado de esas palabras me muevo entre los pasillos de ceniza y polvo
ardiente hasta donde creo que están las escaleras.
Tambaleando frente a
las puertas de la salida de emergencia vuelvo a escuchar la voz de ese niño
agonizando en gritos de socorro que se clavan en mis oídos. No puedo irme de
aquí sin saber si él está solo o si la persona con la que está no sabe dónde
ir. “¡¿Alguien está aquí?!” Nadie responde. El niño se calló por un instante,
pero volvió a llorar. El sonido viene de arriba; debe estar en la sala de
investigación.
El cemento de la
rampa que va hacia la sala de arriba arde amenazando al que quiera pisarlo.
Corro subiendo mientras comienzo a notar que hay fuego todo alrededor. Llamas
que crecen desde pilas de hojas, tapas rígidas, plastificadas; llamas que como
enredaderas de fuego trepan por los estantes de algunas de las bibliotecas.
“¡¿Dònde estàs?!”. Sus llantos se pierden, no hay nada que encierre el sonido,
todas las paredes vidriadas ahora están abiertas al exterior invitandonos a
salir rápidamente de este incendio constante. Me acerco al precipicio, de lo
que antes tenía la seguridad de ser una simple ventana, buscando un niño. Se
abre al otro lado de la sala una luz, una luz que significa aire. Cuando llego
siento cómo todo mi cuerpo quiere seguir la nube de humo que sale despedida
buscando el cielo que. aunque en movimiento, parece inmóvil. No encuentro al
niño por ninguna parte y comienzo a cansarme. Mis pulmones quieren vomitar toda
la suciedad tosiendo; empiezo a escupir un líquido negro.
Inmediatamente
despuès de un sonido que venía de arriba mío veo caer, iluminado por los rayos
que entran irrumpiendo entre la nube gris oscura del humo, un libro de tapa
color rojo intenso, oscuro, que cae frente a mis pies. La superficie roja se
mueve como un líquido, espeso, no es sangre: es una especie de aceite de motor.
Lo recojo con dificultad, mi cuerpo no quiere responder a mis órdenes. Siento
como esta sustancia se pega a mis dedos, se une con mis poros que se ahogan en
ella. Lo abro en una página al azar y veo un cuadro. Un cuadro misterioso
firmado con el nombre “El caminante sobre el mar de nubes”. Y bajo esta imagen
un texto; un texto que brilla y baila como convenciéndome de que lo lea. Y así
lo hago. Lo leo, sin posibilidades de hacer otra cosa, y no puedo dejar de
leerlo. Ya no me preocupa nada más que ese texto que llena de doradas letras
los recipientes vacíos de mis pupilas. El niño ya dejó de llorar o, quizàs, su
llanto es tan agudo que no puedo escucharlo. Las nubes se disipan y arriba de
ellas nunca hubo un techo y, debajo de ellas, nunca hubo un piso. Solo
palabras. Palabras que arden.
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