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comúnaño.

martes, 21 de mayo de 2013

Aire espeso, rojo y turbio





Los gritos me advierten que no debería salir de acá. No llego a ver todo; la ceniza, el polvo, la destrucción tapa mi visión y, entonces, intento escuchar. La madera cruje gritando; esporádicamente escucho estruendos de metal sobre ella, o al menos creo que es metal. Pequeños vidrios siguen cayendo al piso haciéndose arena. Hay muchas voces, pero la más insoportable es la de ese niño, quisiera hacerlo callar. ¿Por qué no para de llorar? 
Vuelvo a confiar en mi vista, aunque arde y se nubla con facilidad. No tengo miedo, tampoco quiero lastimarme, sangrar y, en última instancia, morir. Quisiera callar a ese bebé. Ya tengo que salir de acá; el calor intenso, la sofocación, ya no me deja respirar tranquilo. Ese calor sale de las millones de hojas escritas que ahora arden a 451 °F: ¿Cuántas palabras cayeron y caerán en los basureros como el escombro de hormigón bruto que cayó al suelo después del primer estallido? ¿Caerán con la misma fuerza?
Los bancos que apuntaban hacia Libertador ahora son aserrín; el cuero que revestía los asientos está chamuscado entre medio de los restos carbonizados. No veo personas, solo veo objetos que existían que ahora no están más; se transformaron en víctimas de la destrucción. Quiero dejar de escuchar a ese bebé. ¿Dónde está? ¿Estará solo? No es un momento para preguntarme por el devenir de  los otros. Tengo que salir de acá. Media vuelta y me dirijo a la puerta de los ascensores. Si no me saturara los pulmones el humo llegaría a sentir, quizás, el olor a tinta quemada. Quisiera ver cada palabra quemarse y desaparecer sin que nadie, nunca jamás, pueda leerlas otra vez. Bajo el valor evaporado de esas palabras me muevo entre los pasillos de ceniza y polvo ardiente hasta donde creo que están las escaleras.
Tambaleando frente a las puertas de la salida de emergencia vuelvo a escuchar la voz de ese niño agonizando en gritos de socorro que se clavan en mis oídos. No puedo irme de aquí sin saber si él está solo o si la persona con la que está no sabe dónde ir. “¡¿Alguien está aquí?!” Nadie responde. El niño se calló por un instante, pero volvió a llorar. El sonido viene de arriba; debe estar en la sala de investigación.
El cemento de la rampa que va hacia la sala de arriba arde amenazando al que quiera pisarlo. Corro subiendo mientras comienzo a notar que hay fuego todo alrededor. Llamas que crecen desde pilas de hojas, tapas rígidas, plastificadas; llamas que como enredaderas de fuego trepan por los estantes de algunas de las bibliotecas. “¡¿Dònde estàs?!”. Sus llantos se pierden, no hay nada que encierre el sonido, todas las paredes vidriadas ahora están abiertas al exterior invitandonos a salir rápidamente de este incendio constante. Me acerco al precipicio, de lo que antes tenía la seguridad de ser una simple ventana, buscando un niño. Se abre al otro lado de la sala una luz, una luz que significa aire. Cuando llego siento cómo todo mi cuerpo quiere seguir la nube de humo que sale despedida buscando el cielo que. aunque en movimiento, parece inmóvil. No encuentro al niño por ninguna parte y comienzo a cansarme. Mis pulmones quieren vomitar toda la suciedad tosiendo; empiezo a escupir un líquido negro.
Inmediatamente despuès de un sonido que venía de arriba mío veo caer, iluminado por los rayos que entran irrumpiendo entre la nube gris oscura del humo, un libro de tapa color rojo intenso, oscuro, que cae frente a mis pies. La superficie roja se mueve como un líquido, espeso, no es sangre: es una especie de aceite de motor. Lo recojo con dificultad, mi cuerpo no quiere responder a mis órdenes. Siento como esta sustancia se pega a mis dedos, se une con mis poros que se ahogan en ella. Lo abro en una página al azar y veo un cuadro. Un cuadro misterioso firmado con el nombre “El caminante sobre el mar de nubes”. Y bajo esta imagen un texto; un texto que brilla y baila como convenciéndome de que lo lea. Y así lo hago. Lo leo, sin posibilidades de hacer otra cosa, y no puedo dejar de leerlo. Ya no me preocupa nada más que ese texto que llena de doradas letras los recipientes vacíos de mis pupilas. El niño ya dejó de llorar o, quizàs, su llanto es tan agudo que no puedo escucharlo. Las nubes se disipan y arriba de ellas nunca hubo un techo y, debajo de ellas, nunca hubo un piso. Solo palabras. Palabras que arden. 



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1. adj. Que, no siendo privativamente de nadie, pertenece o se extiende a varios.

2. adj. Corriente, recibido y admitido de todos o de la mayor parte.

3. adj. Ordinario, vulgar, frecuente y muy sabido.

4. adj. Bajo, de inferior clase y despreciable.